Noche. Viernes 11 de agosto. Durante varias horas,
la idea de un concierto se transformó en un misterio. Cuando amablemente recibí
la invitación de Josué, me pidió que llevara unos googles. Le indiqué que no
tenía, sólo unos lentes de seguridad y me pidió que los llevara. Pregunté si se
trataba de algo con agua y pregunté si era necesario llevar toallas, me dijo
que no. Pero si no era extraña la petición, me dijo que en otro caso, llevara una
tela que dejara pasar la luz, que no se trataba de cancelar la visión
totalmente. Extraño y sorpresivo.
El Municipio de Nicolás Romero guarda muchas
sorpresas en su crecimiento urbano desordenado. Una de ellas, fue el punto de
reunión de la cita: una zona de hermosas cabañas en un fraccionamiento llamado
Loma del Río. El punto de reunión, gozaba efectivamente de un potente rugido
constante del río cercano.
Los selectos invitados (excepto yo), llevaron
cobijas y los integrantes del grupo recogieron junto con los googles. En lo que
esperábamos, el comentario general, incluso del dueño de la casa, era que no
teníamos idea de que se trataría el concierto.
Kitze, una de las integrantes del grupo, nos
recibió con un ritual con la intención de armonizarnos y quizá hasta para bajar
la alta velocidad que el estrés de la vida diaria nos procura.
Los googles fueron preparados para quedar
traslúcidos. Así que fuimos guiados por varias manos para poder sentarnos
después de bajar unas escaleras extrañas y pequeñas. Lo único que se podía
distinguir, eran luces de colores parpadeantes.
Ya había una música con instrumentos prehispánicos
sonando. No puedo decir precisamente música prehispánica porque un maestro me
explicó alguna vez que si bien se conservaban los instrumentos de aquella
época, no hay registro de cómo los tocaban y que figuras musicales hacían, sólo
tocarlos genera una intuición de lo que era la música de aquellos tiempos.
La música grabada dio paso al sonido de los
instrumentos que evidentemente se encontraban ahí y que varias personas estaban
ejecutando. Una voz femenina nos indicó que todo esto se trataría de una
meditación guiada, llamada Sensorama. Ambientada con esos instrumentos, una
guitarra acústica con un efecto de reverberación y de fondo ese potente río.
Las palabras eran de reflexión. Cuestionamientos.
Era posible contemplar las posibilidades de eliminar todas las imposibilidades
que nos imponemos en la vida.
Disfrutar la vida haciéndola, respirando, sintiendo
y armonizarla con nuestros objetivos, nuestras metas y cómo procedemos para
lograr u obstaculizarnos ese camino. La armonía en la vida se vuelve un objeto
valioso, inalcanzable por costo, alcanzable por actitud.
Pero la propuesta de esa noche era precisamente
ofrecer la posibilidad de contemplar la posibilidad de alcanzar esa armonía:
Apagando la vista, apagando el juicio, apagando la contemplación que anticipa.
Me explico: al no tener la vista en su ejercicio
pleno, apagamos el juicio que nos hubiera generado poder ver el tipo de instrumentos
que había en el escenario (¡ah, van a tocar ese
tipo de música!), hubiéramos caído al encanto del ambiente fácilmente, hubiéramos
abierto nuestra expectativa e incluso si adivináramos que uno de los músicos
levantaba la mano con un palo para pegarle a un enorme tambor... todo hubiera
sido… predecible, más fácil de digerir.
Pero ante la sorpresa, la expectación,
nos quedábamos sentados donde nos indicaron y en mi caso, por un largo rato
tratando de analizar, entender todo ese mar de sensaciones que se me estaban
generando. Recordé a alguien que sabe escuchar y quise copiar lo que hace:
coloca las manos juntas, con las palmas abiertas hacia arriba, obligándose a
recibir, cosa que no hace alguien con los brazos cruzados. Y me coloqué así.
Ahora el objetivo no era tratar de entender, era recibir, dejar que mi cuerpo
se llenara de sensaciones. Me percaté que cerré los ojos por inercia, cuando en
mis manos abiertas alguien colocó un poco de… ¿qué es esto?, ¿se come? ¡Es
tierra! Y la acerqué a mi nariz para confirmar… un delicioso olor, el olor de
tierra un poco húmeda, que genera varios sentimientos, tocarla, frotarla,
olerla. Fue una lluvia de recuerdos y sensaciones.
Ahora una voz masculina nos incitaba, nos
empujaba en medio de nuestra situación a reflexionar… pensé en todos los
prisioneros que meditan sin querer. Pero aquí había esperanza porque en todo lo
que nos decían estaban las posibilidades,
las opciones que se pueden tomar o no en la vida. La música subía y bajaba de
intensidad. Golpes inesperados de tambor provocaban miedo, sorpresa y aún más
expectación. Una pluma de ave pasó suavemente por mi cara, un poco de agua y en
medio un delicioso pedazo de queso con un poco de vino tinto (lo supe por el
sabor, no por el color que no podía percibir), dejándome degustar el
conocimiento, la sensación que provoca morder algo suave y una bebida alcohólica
combinados. Por eso siempre sugieren el vino con el queso: ambos lados de la
moneda.
Nos pidieron que nos pusiéramos de pie, la
intensidad de la música era muy alta, imposible moverse al ritmo o ponerme a
cantar. Ya había aceptado la invitación: ya quería yo ser parte de la música.
Quería dejar mi cuerpo lleno de esas sensaciones moverse como quisiera, como
pudiera, haciendo el esfuerzo por mantener el equilibrio ante tal ceguera.
¿Cuánto dejamos de percibir porque TODO lo
queremos ver y controlar?
Alguien me acomodó de frente a otro invitado. Nos
hicieron mover las manos en algo que no comprendí muy bien, pero a ratos, el
roce con la mano de mi compañero se sentía muy suave, cálido, pero me hacía
sentir más solo, porque sabía que había alguien más frente a mí con la misma imposibilidad
de verme… fue una sensación de darse cuenta de cómo puedes ser responsable con
quienes te rodean, pero si no los ves (aunque tengas los ojos abiertos), están
igual de solos, esperando algo de ti. Que antes de este contacto, era como
sentirme únicamente responsable de mí mismo.
Diversos instrumentos prehispánicos cuyos nombres
no me sé. Estando de pie, fuimos expuestos a un Digeridoo, o Palo Azteca le
dice su dueño, cuyas vibraciones cerca del cuerpo producen muchas sensaciones,
sorpresa, miedo hasta sentirse indefenso, pero… rico.
Un cuento de cuarzo. Ese sí lo conozco. Sé cómo su
vibración penetra, es profunda. Sentir su frecuencia hace que nuestro cuerpo
trate de alcanzarla instintivamente. Y eso ayuda a calmar mucho.
Nos piden que nos quitemos lentamente los googles
(en mi caso los lentes de seguridad). Hay silencio porque estamos extasiados.
Por fin vemos a los músicos: Josué, Pato, Angie, Cris y Kitzé, quienes se
encargaron de llevarnos muy lejos sin movernos de ahí. Las extrañas y pequeñas escaleras
eran de esta forma porque estábamos dentro de una alberca vacía, que se prestó
perfectamente como el escenario ideal del evento.
Nos preguntan por nuestra experiencia, pero nos
cuesta trabajo encontrar palabras, poco a poco nos vamos animando a expresar
nuestro sentir y pensar: agradecimiento.
Aún días después, el éxtasis se saborea en el
cuerpo.
Esta propuesta, debe continuar. Debe ofrecerse a
más gente. Debe ser accesible.
Este testimonio vale como mi agradecimiento
profundo a Josué que me invitó y a todos los que hicieron esta experiencia en
nuestro espíritu.
Hay más qué decir. Espero comentarios de quienes
estuvieron conmigo esa noche, de un pasto amable a nuestros pies descalzos y
perros cariñosos.
(De las fotos, ¿qué les puedo decir? Es difícil tomar fotos sin ver.)